lunes, 27 de mayo de 2013

REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA

REFLEXIONES A VUELAPLUMA SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA.
  
   La Historia no es la memoria de los hechos, es la codificación de los mismos. Las señales que conforman el código son múltiples: documentos, archivos, imágenes, monumentos, crónicas (historia de la Historia), contabilidades... Toda señal es signo, y todo signo contiene un significado, como tal interpretable. Por eso la Historia es manipulable.

         A veces la falta de los signos, de las señales de la Historia, se suple o complementa con la memoria histórica. Durante la Edad Media peninsular, la memoria histórica de “la España perdida” por la invasión árabe alimentó generaciones enteras: la memoria histórica fue un verdadero motor para la Reconquista. ¿Cómo pudo perdurar esa memoria durante siglos? Porque el tiempo al que hacía referencia no se consideraba cerrado hasta que, completándose el círculo, lo perdido volvió a ser recuperado. Cuando la Reconquista ya era prácticamente un hecho, la Historia también fue reconquistando el lugar de la memoria, y lo que aún persistió de ésta no fue ya sino su leyenda.


En este curso de Filosofía y literatura nos hemos centrado en nuestro tiempo, un tiempo cuyo aspecto también es aún imperfectivo. Señala Carlos Thiebaut que el pasado está abierto y por tanto se puede rescribir; en efecto, hasta que la Historia en cierto modo lo fosiliza. Cuanto mayor es la pérdida de la memoria, paradójicamente mayor es la ganancia de la Historia. Ocurre que a veces la Historia se da prisa en escribirse, porque ha de servir de justificación al tiempo histórico y a sus hechos; pero en esos casos su construcción se levanta sobre cimientos poco profundos, de manera que la memoria puede actuar como elemento demoledor. Un caso ejemplar es el de nuestra Guerra Civil del 36. Tras ésta, la Historia se escribió, de una manera u otra, en letras de bronce o grabadas en mármol. Sin embargo, sobre su escritura actuó desde el principio el óxido corrosivo de la memoria, lo que impidió una fosilización perenne. Una memoria histórica subyacente estaba inscrita en las mentes de los que vivieron y sufrieron la contienda: una memoria mayoritariamente silenciosa, y no sólo por el temor a posibles represalias, pues también afectó en gran parte a los “vencedores”. Los que hemos vivido en pueblos pequeños sabíamos que el tema de la guerra, y quizá aún más el de la postguerra,  era, en el ágora, tabú (algo que hemos confirmado en nuestras conversaciones adultas con compañeros de distinta procedencia), si bien en los ámbitos privados no necesariamente hubo de ser así. Nada se había olvidado, lo que ocurría era que no se quería rememorar, es decir, significar, convertir la memoria en signo y darle un significado a lo que a todas luces se entendía generalmente como un sinsentido. Era una forma, al fin y al cabo, de negar la Historia oficial, aquella a la que se había dotado de sentido con signos y símbolos.

Niños jugando a los fusilamientos durante la Guerra Civil

La Historia inacabada o no cerrada, por escribirse en un tiempo en que aún no ha ocupado el lugar de la memoria o se ha asimilado a ésta, podemos llamarla Historia imperfecta (o, si se quiere, imperfectiva, en analogía con lo escrito en un tiempo verbal con aspecto imperfectivo).


Ahora que en nuestros días, en España, esa Historia que se intentó consolidar, fosilizar al cabo de los años, dado su carácter incierto, se quiere rescribir (pues sigue estando abierta, imperfecta), se pretende hacerlo con el material de la memoria histórica, dotando a ésta del rasgo de señal histórica, y, por tanto, como elemento del código de una nueva Historia; esto implica que pueda así rescribirse, y siempre —recordemos— interpretarse, mientras no se fosilice del todo (la memoria en la Historia, como el insecto en el ámbar). Ello no es algo necesariamente negativo en una sociedad madura y libre que sea capaz de absorber las distintas memorias (incluso una memoria está configurada de memorias); pero mucho nos tememos que la nuestra no lo es. Y una prueba evidente de ello es que se niega tanto a los historiadores que reivindican “una” memoria histórica como a aquellos que revisionan “otra”. Una nueva guerra civil incruenta de memorias. Además, la judicialización y administración de la memoria convierte a ésta en hechos de memoria, no en memoria de los hechos; siendo hechos se buscan culpables y víctimas, testigos, condenas y se administra el proceso... ¡Qué pinta, por ejemplo, un juez —casi tres cuartos de siglo después— abriendo una investigación sobre las fosas del franquismo! Lo mismo que pintaría otro enjuiciando las persecuciones estalinianas al POUM o los fusilamientos de Paracuellos.

Estamos ante la memoria de esos hechos, no ante los hechos mismos. La memoria histórica vuelve al pasado y cree estar presente de ese modo en el pasado mismo y, en consecuencia, puede sentir la tentación de manipularlo o rescribirlo, para significarse como Historia. Sin prejuicios ni juicios históricos, pasado el tiempo, la disociación entre hecho y memoria debería permitir a una sociedad la serena rehabilitación tanto de lo primero como de lo segundo. La sociedad civil, apoyada —no dirigida— por las instituciones es la que ha de promover la recuperación de los muertos de las fosas, la necesaria reivindicación de la dignidad de las víctimas, la aclaración de sucesos siniestros... debe contribuir al Memorial de memorias colectivo y civil que ha quedar como hito de la Historia. Necesitamos una sociedad capaz de vincular otra vez la memoria a los hechos para, inversamente, poder devolver a los hechos la rememoración, libre de culpas y rencores, que permita la construcción de una Historia sin gusanos ni termitas que la devoren, una Historia que permita conformarse como un solo signo con un solo sentido: el del horror que no hemos de volver a repetir. No hay que tener miedo a la memoria ni a las revisiones, sino a los hechos. El problema es que, si se instrumentaliza la memoria para rehacer los hechos, podemos perder la memoria de los hechos reales y volver a repetirlos. Sería la historia de nunca acabar.

         El silencio de la memoria y su posterior “recuerdo” (más o menos significativo) no es privativo de España. Alemania es un caso bastante semejante. Tras la Segunda Guerra Mundial los supervivientes alemanes hubieron de aceptar —entonando el mea culpa o no— una Historia que ellos no habían escrito, aunque sí protagonizado: la Historia de los aliados vencedores. Los alemanes asumieron esa Historia (rubricada con los procesos de Nuremberg) mientras enterraban en las ruinas los hechos y, en lo posible, su memoria (y tampoco sólo por temor). Hechos y memoria estaban aún bastante asociados. Y mientras ambos lo estuvieron los sentimientos de culpa y victimización también estuvieron coligados. Los alemanes de la guerra se sentían al mismo tiempo culpables y víctimas. Por eso incluso alemanes que participaron, dentro de la tipificación de Nuremberg, en crímenes de guerra, ni siquiera se habían molestado en ocultar sus identidades. Convivían con sus vecinos bajo un mismo manto de silencio que ocultaba la rememoración. Cuando la disociación se produjo en las generaciones siguientes, entonces la memoria histórica exigió ser memoria de la Historia, y ser algo más que signo: señal que señaliza a los culpables: la generación de los padres. Los procesos de Frankfurt  en los años 60 fueron una muestra de ello. Alemania se juzgó a sí misma culpable. Esa judicialización era necesaria, pues para la víctimas hechos y memoria seguían unidos, y era necesaria una reparación que permitiera al fin separarlos para su superación. El problema alemán —y europeo, pues Europa no se ha cuestionado nunca sus guerras, sí la de los demás— es que, al declararse culpable y renegar del sentimiento alternativo de víctima, también judicializa (¡casi siete décadas después!) cualquier “revisionismo” (para utilizar el término asumido) de la memoria histórica o de la Historia misma. Alemania ha querido acelerar la fosilización de su Historia sin haber significado definitivamente su memoria histórica, debido a lo cual aquella no ha quedado bien cerrada en un tiempo perfectivo. Ejemplo de ello son los procesos contra revisionistas alemanes o la polémica desencadenada a partir de la publicación de El incendio, del nada sospechoso de negacionismo Jörg Friedrich.

Matanza de Lidice (Checoslovaquia), en junio de 1942
Las sociedades traumatizadas no asumen fácilmente desligarse de unos hechos que se han fosilizado pronto y mal desde una sola perspectiva histórica y que han redireccionado —o contaminado si queremos a posteriori— la memoria de los mismos. Basta mencionar las críticas feroces que recibió Hanna Arendt en Israel cuando, como cronista del proceso contra Eichmann, publicó Eichmann en Jerusalén, y evidenció la responsabilidad de los Consejos Judíos en el Holocausto.

         Un intento de trascender la dualidad conflictiva entre Historia imperfecta y memoria histórica puede ser una tercera vía: la literatura. Una literatura que se consagra a la historia de la memoria. La historia de la memoria en sí misma es un ejercicio ficcional y estructural. Con los retazos de la memoria (el cúmulo de vivencias, experiencias, conocimientos de las Historias y de la memoria histórica...) es posible entretejer la historia de la misma, es decir, el relato de la memoria, tanto de la memoria histórica como de la memoria de la Historia, desde la perspectiva del narrador de la memoria (con todas sus posibilidades). En su condición de relato de la memoria es donde la literatura puede suplir el “sentido unidireccional” de la Historia (sea cual sea, perfecta o imperfecta) y el “sinsentido” de la memoria histórica que quiere equipararse a memoria de la Historia para así poder significarse. La literatura pretende en muchas ocasiones su propia descodificación de la realidad mediante una codificación de lo ficcional. Como señala Jacques Rancière  en El reparto de lo sensible. Estética y política: «Lo real debe ser ficcionado para ser pensado». El signo literario, dado su carácter polisémico y connotativo, puede superar los “sentidos unidereccionales”y los “sinsentidos” fragmentarios. El signo literario permite, no reinterpretar ni revisionar, sino interpretar y visionar los hechos sin apechugar con ellos. Tiene esta ventaja: vencer la resistencia de la “eticidad”. La literatura (en mayor medida que el cine, la pintura, la fotografía u otras artes) no implica una ética interna (y, tal vez, ni siquiera externa). Es cierto que la confusión de ética y moral ha provocado procesos famosos. ¿Quién condenaría moralmente hoy a Emma Bovary?, ¿quién a Madame Bovary o al propio Flaubert? Las flores del mal pueden crecer libremente (todavía) en los jardines de Occidente, si bien, en otros lugares más exóticos es más peligroso que la siembra de opio (baste recordar el caso de Los versos satánicos de Salman Rushdie). Que no implique una ética (de autor o de obra) no nos exime de la discusión sobre su posible necesidad; un caso significativo es la polémica en Francia sobre si se debería conmemorar el 50 aniversario de la muerte de Louis Ferdinand Céline el mes de julio de 2011.

Louis-Ferninand Céline
        
         No se trata de narrar la Historia al modo de la novela histórica. Ésta lo que pretende es simular la Historia perfecta: un simulacro híbrido entre lo ficcional y lo histórico. El simulacro suplanta a la Historia cerrada mediante un relato que quiere liberarla, resolverla imperfectivamente. Sobre todo con el recurso de la impresión de veracidad histórica más que de realidad, desea narrar lo que pudo ser porque nos gustaría que así fuese. No se crea la Historia, se recrea en cartón piedra, se reinventa de algún modo para dar la sensación de veracidad; dicho de otro modo, se trata de ponerle hojas verdes de plástico al árbol fosilizado para que parezca el árbol de la vida, de liberar el insecto del ámbar; para dotarlos de nuevos significados y sentidos. No es extraño que el Romanticismo desarrollase la novela histórica: el romántico (a su manera racional) gusta de encontrar sentido al sinsentido, aunque el sentido sea el propio sinsentido de las cosas. La Historia se subjetiviza, y ya sean los individuos o los pueblos, se protagoniza. El romántico aspira a ser el protagonista de la Historia igualmente que lo es en cuanto a la Naturaleza, con la intención de lograr el anhelo de vida y libertad plenas. Para el románrico sólo lo imperfecto es perfecto, por eso crea monstruos con retazos de vida. La novela histórica es el monstruo de Frankestein de la literatura, al mismo tiempo tan vivo y tan muerto. En nuestro tiempo, tan imperfectivo en la mente de las gentes, ahora que el fin de la Historia queda otra vez lejano, este género cobra nueva vida en formas no menos monstruosas (en el sentido de ir contra el orden regular no ya de la naturaleza, sino de la Historia). Creo también que la novela histórica es igualmente un intento de dotar a la Historia de memoria, y, en consecuencia, de identidad (otra pretensión tan romántica y moderna); el problema es que el monstruo no se recuerda a sí mismo, sino a los muertos de que se compone. Por eso la novela histórica raramente rebasa sus límites genéricos. El sueño de la Historia produce monstruos de poco recorrido.

         Tampoco nos referimos a la narración de la intrahistoria al modo realista y noventayochista. Podemos crear personajes intrahistóricos que, en el entramado histórico imperfecto, nos permita seguir el hilo de los hechos de la Historia perfecta, como Galdós en sus Episodios Nacionales. Meterse en la Historia, como un viaje en el tiempo, no es otra cosa que un vivir para contarlo: en cierto modo una memoria de la Historia también reinventada y rescrita. Eso es novelar la historia de la Historia. En cierto modo lo que propone —con distinta intención— García Márquez en Los funerales de Mamá Grande: «Es hora de contar los pormenores de esta conmoción nacional antes de que lleguen los historiadores.» En la intrahistoria se relata el tiempo de vida del insecto atrapado en el ámbar de la Historia. Creemos entender la memoria de la Historia perfecta, pero lo que en realidad se significa es la memoria de la memoria imperfecta de la Historia.
Don Benito Pérez Galdós

         A lo que nos estamos refiriendo al hablar de la literatura como historia de la memoria es al relato que trata no de contar, reinventar o rememorar la Historia perfecta, sino la percepción imperfecta que tenemos de ella en el tiempo de nuestra memoria. La historia de la memoria no es absoluta ni cerrada, porque la memoria nunca lo es; es selectiva, parcial y fragmentaria, sin una identidad claramente definida, imperfecta. Exige una narración múltiple, muchas veces diversa, a veces colectiva, repetitiva, contradictoria, dudosa e incierta. Así es la literatura moderna, y así es la historia de la memoria moderna. Todo ello intensificado cuando la historia de la memoria se conforma como signo y relato de tiempos terribles. Algo así es lo que han pretendido —fallidamente en parte— obras sobre la Guerra Civil o la posguerra como Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o, de otro modo más puramente ficcional, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. Es lo que podemos encontrar en diversos textos literarios europeos marcados por la Segunda Guerra Mundial o sus efectos (recordemos, por ejemplo, algunas obras de W. G. Sebald; A paso de cangrejo, de Günter Grass; o desde otros supuestos Vida y destino de Vasilii Grosman). La historia no la percibimos en el envés de su entramado intrahistórico imperfecto, ni en el tapiz histórico perfecto, sino en la impresión —imperfecta como tal— que queda en nuestra memoria del propio tapiz. No novelamos ni lo que desearíamos que fuese nuestra memoria histórica, ni la historia de la Historia; nuestra pretensión es relatar nuestra historia de la memoria de la Historia. Nos hemos olvidado realmente del insecto y del ámbar: relatamos nuestra historia, esa triste historia en que tenemos la impresión de que nuestra memoria nos acabará recordando que somos el insecto que cae en la trampa del ámbar. Olvidamos la Historia perfecta para recordar la historia imperfecta de la memoria que, en busca del pasado, siempre avanza hacia el futuro: para poder recordar o rememorar necesitamos futuro; en la historia está el pasado, en la memoria el futuro.

Sin embargo, no pensemos que la historia de la memoria siempre se ha formulado modernamente. La Ilíada de Homero no es Historia, no es intrahistoria, no es novela histórica, no es memoria de la Historia (pues no trata de recomponer significativamente la Historia a través de la memoria de los hechos), es, si se me permite, también historia de la memoria; pero una historia perfecta de la memoria. El relato homérico intenta historiar la memoria que debe guardar el futuro perfecto de los aqueos, no el pasado; es la historia de la memoria cierta que debe prevalecer. Algunos de los cantares de gesta medievales tienen una función semejante: el Cantar de Mío Cid no trata únicamente de ensalzar las virtudes del héroe Rodrigo Díaz de Vivar, sino de generar un sentimiento de heroicidad en Castilla, y sobre todo —he ahí la carga ideológica perfecta y futura de todo su extenso relato ficcional— prevenir a los castellanos (sin mucho éxito, indudablemente) contra la rancia nobleza leonesa, que traicionaría los modos de vida y organización del antiguo condado en cuanto se consumase la unión, en analogía con la afrenta de Corpes. Y hablando del condado de Castilla, el Poema de Fernán González, ¿acaso no es una historia perfecta de la memoria mesiánica del personaje que se confunde y asimila con la de su pueblo? Son obras encaminadas al futuro, más que al pasado.

Más arriba hemos mencionado la no necesaria eticidad expresa de la literatura. Gracias a ello, sin escandalizarnos, podemos ampliar las perspectivas de las distintas historias de la memoria. El silencio es cómplice del pasado cuando nos impide hablar para el futuro. La historia de la memoria puede significar la literatura del daño, porque no está presa del pasado (aunque pueda estarlo del futuro); así puede encontrar su libre expresión, en un lenguaje no atado al horror, aunque sí entintado por él. El lenguaje ya no está fosilizado tampoco y, por tanto, tampoco el pensamiento. Günter Grass escribe en su obra citada más arriba: «Nunca deberíamos haber silenciado este sufrimiento [el del pueblo alemán durante la Segunda Guerra Mundial] solo por el hecho de que nuestra culpa era omnipresente y nuestros lamentos ocuparon todos esos años, mientras dejábamos que la ultraderecha se apropiara de esa realidad». Cuando Borges, al poco de terminar la Guerra Mundial, y seguramente con motivo del proceso de Nuremberg, se adentró en la mente del nazi —hombre cultísimo y sensible— Otto Dietrich zur Linde (“Deutsches Requiem”, en El Aleph, 1949), realizó en su relato un ejercicio de comprensión desde dentro, que a los lectores les pudiera servir como historia de la memoria del sinsentido nazi: Otto, que va a ser fusilado al amanecer, relata la historia de su memoria —si bien con una intención justificativa— y declara: «No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo.» Este relato sin duda anticipó novelas como la del escritor francés Jonathan Littell, Las benévolas, las memorias de un oficial de las SS. Lo que queda de esas obras no es la Historia ni su memoria, sino la historia de nuestra memoria sobre ella: el relato que puede dar sentido a los sinsentidos sin obcecarse en la unidireccionalidad ni en el revisionismo ni en la moralidad (la ética siempre está implícita). 

Una literatura que quiera comprender sin obligar a la comprensión, una literatura que no supone ni impone una visión del pasado, sino que propone una visión del futuro. Ahí estaríamos tentando la posibilidad de la literatura de previsión, como la de Kafka, pero eso es materia para otra reflexión. Dejemos que Gregorio Samsa sea todavía un insecto fuera de la gota de ámbar.

Pedro Galván Magro, 28 de marzo de 2011

TRABAJO PARA EL CURSO DE FILOSOFÍA Y LITERATURA (28 DE FEBRERO AL 29 DE MARZO DE 2011). Curso impartido por Carlos Thiebaut, Alfredo Kramarz, Alberto Sebastián Lago, Alberto Murcia y Gregorio Saravia (Universidad Carlos III de Madrid)


jueves, 16 de mayo de 2013

ENSAYO SOBRE CARTA DE LORD CHANDOS, DE HUGO VON HOFMANNSTHAL


LORD CHANDOS O EL LENGUAJE ENFERMO DE LENGUAJE

«El sentimiento infinito sigue siendo tan infinito en las palabras como lo era en el corazón […]. Por eso, no debe inquietarnos el lenguaje; pues, ante las palabras, sólo por nosotros mismos debemos inquietarnos.» Cartas a Felice, Franz Kafka.

         La crisis de conciencia de finales del siglo XIX tiene muchas facetas. Y una de ellas, verdaderamente importante, es la crisis del lenguaje y del propio pensamiento. Es el objetivo de este trabajo estudiar esa crisis en una de las obras que más claramente la expresan: la Carta de Lord Chandos (1902)[1], del escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal. Este breve pero denso escrito ha sido entendido como un exponente de la disolución del lenguaje, un lenguaje incapaz ya de representar y conformar la realidad; un anticipo de Wittgenstein y su célebre afirmación: «de lo que no se puede hablar, hay que callar»[2].

         En el cortísimo prefacio de la obra, el autor declara: «Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bath, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria». La causa de esa renuncia, el quid de la cuestión, lo expone, con perfecta claridad y coherencia (¡una gran paradoja!), el propio lord Chandos: «Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa» (pág. 17). Esa incapacidad, ese entumecimiento mental, ya lo había catalogado el destinatario de la carta, Francis Bacon, en una carta suya previa, como un mal mental, asociándolo al aforismo de Hipócrates: Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aegrotat[3]. Y el propio Philip asume el diagnóstico parcialmente: «Pero yo tengo que explicarle mi interior, una rareza, una mala costumbre, si usted quiere, una enfermedad del espíritu…» (pág. 11). No una enfermedad mental propiamente dicha, sino una enfermedad del espíritu, ya que si se tratara de una enfermedad mental ésta impediría totalmente la lucidez expresiva; en cambio, la enfermedad del espíritu, no, es más, probablemente agudizaría en cierto modo la lucidez misma. Cómo ha llegado lord Chandos a ese estado espiritual, a ser un caso—más literario que clínico—, es el propósito de este trabajo.

FRANCIS BACON

La infección del espíritu

¿Cuándo contrae esa enfermedad del espíritu lord Chandos? ¿Dónde se infecta tal vez? En Venecia, la maravillosa y pestífera ciudad que emerge de las aguas, y que, por tanto, tiene esa rara virtud de manifestar la ambigüedad de la vida y la putrefacción; la ciudad exultante que refleja en la superficie del agua la forma de lo amorfo que late en el abismo y en lo profundo; la ciudad que encuentra en sí misma la expresión máxima del arte: la constatación de que toda belleza es inestable y vacilante y caduca, y que ello no es sino reflejo, imago de la vida; constatación turbadora, como un síndrome de Stendhal, que incluso puede llegar al punto de perturbar nuestra propia identidad. Así le sucedió, por ejemplo, a Gustav von Aschenbad, el personaje protagonista de La Muerte en Venecia de Thomas Mann, que se cuestiona su identidad burguesa (estructurada, formal, estética, lingüística) y la abre en canal para dejar aflorar la identidad sumergida y entregarse —recatadamente tras una máscara veneciana de sí mismo— a Eros y Thanatos[4]. Aschenbad cambia el lenguaje de su propiedad (la propiedad del burgués) por un lenguaje impropio que se silencia y le silencia.
         Pues bien, en esa ciudad de los extravíos, ambigua donde las haya, Lord Chandos encuentra dentro de sí el orden interno de los periodos latinos, podríamos decir el orden interno del lenguaje, su estructura: «¿Y soy yo, de nuevo, el que con veintitrés años encontró dentro de sí, bajo los pórticos de piedra de la gran Plaza de Venecia, aquel orden interno de los periodos latinos cuya planta y construcción intelectuales le entusiasmaron interiormente más que los edificios de Palladio y Sansovino que emergen del mar?» (pág. 10 y s.). Von Aschenbad encontró allí al adolescente Tadzio; lord Chandos encontró el orden interno del lenguaje. Ambos los encontraron porque los buscaban, los habían convertido en su designio. Y por ellos se entregarán a la peste y a la putrefacción.
Lord Chandos, al interiorizar el orden interno del lenguaje, se inocula formalmente el virus del lenguaje, virus que ataca al lenguaje y al pensamiento mismo. El lenguaje, infectado de sí, deja de ser el orden interno del mundo, el formalizador de la realidad, para ser un orden en sí mismo, una rígida estructura de la estructura, un devorador de su propia naturaleza. Cuando entendemos el lenguaje como estructura y aprehendemos su orden interno, las infinitas relaciones entre sus elementos, entonces caemos en su propia red. El lenguaje pasa a ser un ente anquilosado en nosotros, que ya no opera como intermediario entre el sujeto y el objeto, sino que se enrosca en el sujeto como un círculo vicioso de sí mismo. Entonces el lenguaje sólo habla de sí y para sí y, como un virus, todo lo infecta de lenguaje hasta anular la otredad y, con ella, al propio sujeto y su identidad.
HUGO VON HOFMANNSTHAL
Cuando lord Chandos tenía en mente el proyecto de describir los primeros años del reinado de Enrique VIII, aquél veía fluir de la prosa de Salustio «la comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, profunda que sólo puede intuirse más allá del terreno acotado de los artificios retóricos, la forma de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo, un juego de alternancias eterno, una cosa maravillosa como la música y el álgebra.» (pág. 12 y s.) Philip, en su ingenuidad, creía que comer de ese fruto del conocimiento no era peligroso; sin embargo, al morder la comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, que penetra lo material, también estaba dejando que penetrara en su interior el veneno del lenguaje.
Cuando el lenguaje nos posee, ya no nos permite penetrar, a través de su forma, la materia del mundo, como sí permite la música o el álgebra (o como Zeus penetraba con su lluvia de oro a Dánae), sino que, al penetrar en nosotros, nos convierte en su propio mundo, en su territorio, pudiendo violar incluso nuestra identidad. Y el mundo pasa a sernos ancho y ajeno, y el lenguaje que nos penetra también.
Pues el lenguaje, ya enfermo de sí mismo (la función del lenguaje ha creado un órgano devorador de sí mismo), enferma el pensamiento y el espíritu. Lo percibimos entonces como algo ajeno (pero que ya está en nuestro interior, es nuestro intruso), que nos mira con un aire extraño y frío. El lenguaje ya no es nuestra obra, sino que el lenguaje obra por sí mismo. Por ello lord Chandos ya no reconoce sus escritos, sus tratados «como una imagen familiar de palabras enlazadas, sino sólo palabra por palabra, como si esas palabras latinas, reunidas así, apareciesen por primera vez ante mis ojos» (pág. 11). El lenguaje ya no es la casa del ser, la casa familiar del ser, sino el ser extraño de la casa, su invasor[5].
El lenguaje propio se ha vuelto ajeno: «… quiero que comprenda que de los trabajos literarios que aparentemente se encuentran delante de mí me separa el mismo abismo insalvable que de aquellos que están detrás de mí y que resultan tan ajenos que dudo en llamarlos de mi propiedad.» (pág. 11 y s.)
Quien cree poseer el lenguaje encontrando su orden interno, trazando su planta y construcción, desglosando todos sus elementos y las relaciones entre los mismos… quien cree poseer el lenguaje totalmente, es poseído por él y dominado por su totalitarismo que nos impide hablar por nosotros mismos, libremente. Si el lenguaje invade nuestra consciencia, nos paraliza, nos calla. Cuando permitimos que el lenguaje hable por nosotros, siempre termina hablando de sí mismo.
Si se intelectualiza el lenguaje, si se interioriza, se convierte en enfermedad: no es la enfermedad del silencio, sino la del ruido del lenguaje, un tinnitus del lenguaje. Los significantes son acúfenos, no fonemas; los significados sólo son sumas infinitas de significados, donde todas las relaciones son posibles porque ya no impera un sentido, sino la posibilidad de todos los sentidos, es decir, de ninguno. Lord Chandos hubiera querido titular su obra, la obra total, Nosce te ipsum, sin darse cuenta de que el lenguaje ya obraba por él y ese nosce te ipsum no era sino una gran ironía, porque quien, en su caso, se conocería a sí mismo sería el lenguaje. Cuando el lenguaje nos inunda, nos sumerge, cuando habla el lenguaje, a nosotros sólo nos cabe callar y escuchar su ruido. Pero lo más terrible es que el lenguaje usurpa nuestra identidad al tiempo que nos desmorona la auténtica, como una grave enfermedad.
El lenguaje nos enferma y así somos su enfermedad. El lenguaje, como los virus, tiende a infectarlo todo y, en su ansia de totalidad, nos obliga a callar, nos produce afonía, y nuestro silencio se llena de ruidos. Pero el propio lenguaje no cae en la cuenta de que no se puede decir todo, pues decir todo es decir nada, es solo ruido y furia que no significa nada. Es nuestro límite -nuestro cuerpo y su devenir- el que limita el lenguaje, el que le ordena, el que le da sentido. No sabe el lenguaje que sin nosotros, él, que todo lo quiere decir, no dice nada. Wittgenstein no se equivocaba cuando proclamaba que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo; pero mi yo debería procurar que los límites de mi mundo fueran los límites de mi lenguaje, ya que si no le pongo límites al lenguaje éste acabará invadiendo mi mundo, y hasta mi propia identidad.
WITTGENSTEIN
In illo tempore, cuando lord Chandos soñaba con su obra total, «toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y la animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía…» (pág. 14 y s.) Tal como hemos indicado, si el lenguaje se apropia del todo, de la gran unidad, no puede decir nada. Si todas las correspondencias y combinaciones están dadas, no hay en realidad ni correspondencias ni combinaciones: lo que es todo en el todo no tiene identidad fuera del todo y, por tanto, no es nada. No puede suceder el acontecimiento ni la experiencia individualizada: «Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en la naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas partes estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia: o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar una tras otra y abrir con ella tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.» (pág. 15 y s.)
SÍSIFO, POR TIZIANO, 1548-1549  http://www.museodelprado.es/
Ignoraba lord Chandos que quien tiene la llave absoluta del lenguaje verá en cada criatura una llave, que abrirá una nueva criatura, la cual aportará otra llave que abrirá otra criatura… en un círculo vicioso sin fin. Para quien todo es llave, no posee la clave de todo, sino la llave de nada. Las palabras llaman en las cosas a otras palabras y éstas se expresan con otras palabras que llaman a otras cosas, cosas que a su vez llaman a otras palabras que llaman a otras palabras que llaman a otras cosas… Las llaves necesitan cerraduras; las palabras necesitan no sólo abrir las cosas sino también cerrarlas. «… Sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar una tras otra y abrir con ella tantas de las otras como pudiese abrir…»; pero ¿podría sentirse afortunado Sísifo? Por eso incluso «los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un luminoso arcoíris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.» Aquello que se intenta aprehender con un lenguaje sin límites siempre se distancia con el lenguaje mismo. El lenguaje es la maldición de Sísifo, la maldición de Tántalo: «¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, esa brusca elevación de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceso del agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?» (pág. 17)
¿Qué sucede entonces cuando el lenguaje enferma de sí mismo —triunfa en cierto sentido— y toca todas las cosas y las traspasa, cuando el lenguaje es «la forma de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo…?» (pág. 13).  Pues sucede lo que resumía lord Chandos: «he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.» (pág. 17)
El lenguaje que llega a ser todo, no puede responder de las cosas, de las partes del todo, porque carecen de identidad propia ante su totalitarismo. Pero el todo tampoco tiene identidad porque no se puede objetivar al haber absorbido al sujeto. Al no poder responder de las cosas, las partes se disgregan en todas direcciones, en un sinsentido (el totalitarismo, al admitir sólo el todo, no puede encontrar ni dar sentido a las partes). No hay concepto de algo —es decir, de nada— cuando el todo es el concepto.
Recuerdo una vez que, siendo niño, vi una obra de teatro en televisión, cuyo título no recuerdo: un investigador médico vendía su alma al diablo y éste le permitía ver toda la materia directamente como a través de un microscopio o rayos equis. Si al rey Midas todo lo que tocaba se le transformaba en oro, a ese científico todo se le transformaba en tejidos, huesos, células, microbios… incluso la mujer amada. Lord Chandos recuerda una experiencia semejante: «igual que en una ocasión había visto a través de una lente de aumento un trozo de la piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto.» (pág. 19)
Y además, si el lenguaje se ha conformado como estructura total, todo lo que designa es parte de esa estructura, un subsistema del sistema, donde todos los elementos aparecen en continuas réplicas de relaciones de combinación y permutación posibles. La oposición entre los elementos desaparece y, por tanto, las cosas no se identifican, son inabarcables, «son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío» (pág. 20).
Llegado a ese punto, el lenguaje enfermo se ha vuelto en sí mismo sólo un objeto que usurpa nuestra condición de sujeto. ¡El símbolo se ha constituido en una forma que usurpa el concepto! ¡El signo penetra a la cosa y se encarna en ella dándole su forma! El medio es el mensaje del mensaje del medio. El lenguaje ha dejado de ser funcional para convertirse en funcionario y burócrata del lenguaje mismo, en una especie de no-lenguaje. El no-lenguaje ya no es el lenguaje que era: el vínculo que unía las cosas (los objetos de verdad) con nosotros (los sujetos de verdad) y que dotaba de sentido tanto a unos como a otros. El lenguaje verdadero ha perdido su función primera: dar sentido, ser el vínculo que unifica el sentido del mundo y el sentido del yo; en ese lenguaje convergían el mundo y el yo, el lenguaje los estructuraba y les daba sentido. Podríamos decir que el lenguaje verdadero es nuestro sexto sentido. Lord Chandos intenta recuperar ese sentido perdido acudiendo a los textos de Séneca y Cicerón, cuya «armonía de conceptos limitados y ordenados» podría devolverle la claridad y la salud del sentido. Pero el vínculo con el lenguaje ya está roto, pensamiento y lenguaje se han disociado, el lenguaje se ha vuelto ajeno al cobrar vida propia. Los conceptos sólo forman concepto de sí mismos: «Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo se ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro.» (pág. 20). Si el lenguaje se ha desvinculado del pensamiento, entonces ya no tiene límites y por tanto sentido, es puro juego, el juego del corro, del círculo vicioso de sí mismo.

La morbosidad del lenguaje

         Padecer la enfermedad del lenguaje también tiene contrapartidas. Si uno renuncia a la expresión, es decir, acepta la totalidad del lenguaje y, en consecuencia, la nada y vacuidad del mismo, entonces la vida no estará «del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes». Las pequeñas cosas ya no necesitarán grandes palabras y así podrán revelarse, sin el velo del lenguaje, en sí mismas, no ya como objetos lingüísticos. Si uno acepta el totalitarismo del lenguaje se despreocupará de dar sentido al mundo y, por tanto, de crear signos conflictivos. Y podrá contentarse con las pequeñas cosas insignificantes. Es la felicidad del tonto o del que se hace tal, por el que habla lo sagrado (lo no concernido por el lenguaje, lo que no tiene signo)[6].
Las pequeñas cosas volverán a ser cosas en sí mismas, sin la máscara del lenguaje; dejarán de ser referentes lingüísticos, volverán a brillar puras, limpias del moho del lenguaje. Las cosas se nos revelarán como lo que son, no como lo que el lenguaje revela de ellas: «Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio humilde, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación.» (pág. 21) «Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente.» (pág. 22) Lord Chandos pone como ejemplo de un objeto ausente el recuerdo del veneno para ratas que ha ordenado echar en los sótanos de una de sus granjas. El veneno ausente es la idea del veneno, no las palabras que conforman la idea; y al igual que las palabras siempre convocan a otras palabras, las ideas de las cosas (no sus significados) pueden convocar un desbordamiento de ideas. Estas ideas no son nada platónicas, pues son formas en sí; no son esencias, son devenir; no están idealizadas; por eso la descripción de las mismas (las ideas —las ideas de la idea de las ratas envenenadas) es, a propósito, ciertamente espantosa: «Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado del olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada.» (pág. 23) El sentir las cosas, el sentir las ideas de las cosas sin el lenguaje, eso ha de ser el sentimiento divino: la facultad de un Dios sin lenguaje; también la del animal. Quizá el don de la ubicuidad sólo es posible sin el lenguaje (los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo), pues uno puede estar en un mundo sin la diacronía del relato, sin el fluir del lenguaje, sin el tiempo de los signos y su herrumbre (como diría Claudio Magris); tal vez por ello afirma Lord Chandos: «pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime.» (pág. 23)
CLAUDIO MAGRIS (UN POCO CHANDOS)
Las cosas y las ideas se aprehenden, para Philip, como tales, sin la red del lenguaje que nos atrapa y limita también a nosotros mismos. Sin el lenguaje, la relación entre nosotros y las cosas sería directa, natural, como ha de serlo quizá para un animal y como, sin duda, ha de serlo para Dios. El mundo se percibe entonces como un todo en el que estamos integrados; y ese todo será un algo para nosotros, un algo en el que puede transfundirse nuestro alguien: «siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón.» (pág. 26). Una nueva relación con toda la existencia sin el lenguaje, pensando con el corazón, no con el lenguaje sino con lo que llamamos antes el no-lenguaje.
Podríamos decir que la relación del sujeto (de un sujeto consciente) con los objetos no es posible sin una intermediación necesaria, intermediación que hace posible la distinción sujeto/objeto (la barra que opone toda dualidad y oposición) y que al mismo tiempo posibilita la vinculación entre los mismos. Si esa relación humana, demasiado humana, no se establece, sólo cabe una relación animal o divina.
Sin embargo, ese estado animal (libre del lenguaje primordial y natural y necesario) es insatisfactorio: el hombre es un ser que nace para contarlo. Necesitamos del lenguaje como el lenguaje necesita de nosotros. «Vivo una vida de un vacío apenas imaginable», confiesa lord Chandos; es la vida del animal que no puede expresar lo que piensa con el corazón, que no puede expresar con el lenguaje el no-lenguaje. La lengua del no-lenguaje, como dice al final de la carta el propio Lord Chandos, es «una lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.» (pág. 31) Es una lengua de mudos (¿la lengua de los sordomudos?), y una lengua que tal vez hable un dios desconocido, que no es el Dios del lenguaje[7].
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La enfermedad del lenguaje vuelve a Philip morboso, despierta su interés por cosas minúsculas, incluso insanas y asquerosas: recordemos las ratas; los tablones podridos bajo los cuales se buscan los gusanos para pescar; las sábanas multicolores de las camas en los rincones de los lúgubres cuartos de los campesinos; los feos perros jóvenes… ¿Pero por qué el lenguaje enfermo de lord Chandos se regodea en esas cosas minúsculas, asquerosas incluso, insignificantes? Pues quizá por eso, porque son insignificantes, y por tanto no son significantes que necesiten significados: están más lejos del lenguaje, pues. Es decir, son un sinsentido. Como era un sinsentido que Craso le cogiera cariño a la morena de su estanque y llorase por ella cuando ésta muere. Philip se identifica con Craso («pero a mí el asunto me afecta, el asunto»), porque reconoce en el asunto de Craso el asunto del sinsentido. Y ahí llegamos a la consideración de si el asunto del sinsentido (perder el sentido, quedarse sin sentido) es el asunto de la locura[8].  

«La imagen de ese Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, late y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, borbotease, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no de los que parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite, sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.» (pág. 30).

La enfermedad del lenguaje cuando deja de ser meramente espiritual y se psicosomatiza (de alguna manera) como mental,  permite la ebullición del verdadero sinsentido del no-lenguaje: la manifestación del inconsciente, manifestación consciente del inconsciente. El loco es consciente de su inconsciencia, no de su consciencia. Lord Chandos aún es consciente de su consciencia, por tanto aún no ha sido subsumido por entero por el remolino del no-lenguaje, pero está en proceso de disociación. Afirma que los remolinos del lenguaje conducen a un fondo sin límite; se refiere al lenguaje enfermo. Por tanto su consciencia —lingüística— está enferma; y, por el contrario, el remolino del no-lenguaje le conduce «a sí mismo y al más profundo seno de la paz», ese mundo vacío de signos siempre en oposición y conflicto, una especie de nirvana de los signos. Lord Chandos está dejándose caer en la indolencia del enfermo que se abandona, mata su mundo como voluntad de representación. Busca la paz de quien nada desea;  el lenguaje para él ya no es deseo del mundo. Lord Chandos puede vivir como San Antonio libre de las tentaciones del lenguaje. Al estar poseído por el lenguaje ya no está poseído por él, pues está fuera de sí.
Con todo, lord Chandos aún habla de sí mismo, aún se siente individualizado, paradójicamente, por el lenguaje: la carta es la prueba de que aún no ha entrado en el mundo absoluto del no-lenguaje, de que aún no ha perdido el sentido, de que la locura aún no habla por él. «Con su carta, en la que describe el naufragio de su identidad, intenta por última vez dominar su dispersión representándola», afirma Claudio Magris[9]. ¿Pero es del todo cierta esa afirmación? ¿Acaso el lenguaje no habla ya sólo del lenguaje y no de la identidad de Philips? ¿A Lord Chandos todo se le ha transformado en lenguaje y el lenguaje, por tanto, lo es todo, con lo cual es imposible que hable de lord Chandos, pues hablar ya es hablar sólo del lenguaje? ¿Esta es la carta del lenguaje a Francis Bacon en la que lord Chandos es su mero instrumento, la carta del lenguaje a los lectores en que Hofmannsthal es un intermediario que da voz a la crisis del lenguaje?
Nunca unas preguntas han sido más retóricas, pues el lenguaje produce sus propios anticuerpos. El lenguaje ha triunfado en lord Chandos sobre el no-lenguaje, aunque se convierte en enfermedad crónica en esta carta que es la crónica de una enfermedad.
FRANZ KAFKA
El lenguaje es un antídoto contra la disolución en el mundo. El hombre debe ser individuo, y su identidad se establece en gran manera con el lenguaje. Él nos impide disolvernos en la res extensa. El no-lenguaje nos disuelve, nos transfunde en esa res extensa, donde al perder la posición y la oposición a las cosas, el choque necesario con las cosas, perdemos la consciencia de nuestra identidad. Si algo tenemos de más propio, son los átomos del lenguaje. El lenguaje nos individualiza como humanos, aunque detrás esté amenazador el no-lenguaje desintegrador, como ruido de fondo. Pero como decía Kafka, ante el lenguaje sólo por nosotros debemos inquietarnos.

Pedro Galván Magro, mayo de 2012
(Trabajo para el curso Filosofía y Literatura)



[1] Hugo von Hofmannsthal, Carta de lord Chandos, seguida de La herrumbre de los signos, de Claudio Magris, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
[2] Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Tecnos, Madrid, 2007.
[3] Quienes aquejados por una grave enfermedad no sienten dolores, están mentalmente enfermos. (Nota del traductor Antón Dieterich, en edición citada.)
[4] Véase el interesantísimo estudio de Jaime Fernández Martín: La ciudad de los extravíos, Fórcola, Madrid, 2010, donde se analiza dicha obra de Thomas Mann desde perspectivas nuevas.
[5] De alguna manera, aunque en otro sentido, es lo que le ocurre a Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka. Véase mi ensayo: Kafka: la metamorfosis del leguaje, el lenguaje de la metamorfosis.
[6] También podría suceder lo contrario, que la enfermedad del lenguaje convierta las cosas en supersignificantes y, en consecuencia, éstas adquieran un supersentido que deforme la realidad y el lenguaje mismo. Ello es más habitual de lo que se piensa en la política y en los demagogos del lenguaje. También puede darse el caso distinto de la idealización del lenguaje como medio para idealizar la realidad -o volverla loca; don Quijote enloqueció con el lenguaje la realidad y los demás creyeron que el loco era él.
[7] Incluso la mística necesita el lenguaje para dar sentido a su relación de no-lenguaje entre Dios y el alma. Al lenguaje lo que es del hombre (y de Dios) y al no-lenguaje lo que sólo es de Dios.
[8] Philip no está loco, porque, al poder reconocer la disociación que ha operado el lenguaje en él, reconoce aún su identidad. Conoce, pues, el sentido en que opera la enfermedad del lenguaje. Por eso puede contarlo.
[9] Op. cit.