lunes, 27 de mayo de 2013

REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA

REFLEXIONES A VUELAPLUMA SOBRE LA HISTORIA, LA MEMORIA Y LA LITERATURA.
  
   La Historia no es la memoria de los hechos, es la codificación de los mismos. Las señales que conforman el código son múltiples: documentos, archivos, imágenes, monumentos, crónicas (historia de la Historia), contabilidades... Toda señal es signo, y todo signo contiene un significado, como tal interpretable. Por eso la Historia es manipulable.

         A veces la falta de los signos, de las señales de la Historia, se suple o complementa con la memoria histórica. Durante la Edad Media peninsular, la memoria histórica de “la España perdida” por la invasión árabe alimentó generaciones enteras: la memoria histórica fue un verdadero motor para la Reconquista. ¿Cómo pudo perdurar esa memoria durante siglos? Porque el tiempo al que hacía referencia no se consideraba cerrado hasta que, completándose el círculo, lo perdido volvió a ser recuperado. Cuando la Reconquista ya era prácticamente un hecho, la Historia también fue reconquistando el lugar de la memoria, y lo que aún persistió de ésta no fue ya sino su leyenda.


En este curso de Filosofía y literatura nos hemos centrado en nuestro tiempo, un tiempo cuyo aspecto también es aún imperfectivo. Señala Carlos Thiebaut que el pasado está abierto y por tanto se puede rescribir; en efecto, hasta que la Historia en cierto modo lo fosiliza. Cuanto mayor es la pérdida de la memoria, paradójicamente mayor es la ganancia de la Historia. Ocurre que a veces la Historia se da prisa en escribirse, porque ha de servir de justificación al tiempo histórico y a sus hechos; pero en esos casos su construcción se levanta sobre cimientos poco profundos, de manera que la memoria puede actuar como elemento demoledor. Un caso ejemplar es el de nuestra Guerra Civil del 36. Tras ésta, la Historia se escribió, de una manera u otra, en letras de bronce o grabadas en mármol. Sin embargo, sobre su escritura actuó desde el principio el óxido corrosivo de la memoria, lo que impidió una fosilización perenne. Una memoria histórica subyacente estaba inscrita en las mentes de los que vivieron y sufrieron la contienda: una memoria mayoritariamente silenciosa, y no sólo por el temor a posibles represalias, pues también afectó en gran parte a los “vencedores”. Los que hemos vivido en pueblos pequeños sabíamos que el tema de la guerra, y quizá aún más el de la postguerra,  era, en el ágora, tabú (algo que hemos confirmado en nuestras conversaciones adultas con compañeros de distinta procedencia), si bien en los ámbitos privados no necesariamente hubo de ser así. Nada se había olvidado, lo que ocurría era que no se quería rememorar, es decir, significar, convertir la memoria en signo y darle un significado a lo que a todas luces se entendía generalmente como un sinsentido. Era una forma, al fin y al cabo, de negar la Historia oficial, aquella a la que se había dotado de sentido con signos y símbolos.

Niños jugando a los fusilamientos durante la Guerra Civil

La Historia inacabada o no cerrada, por escribirse en un tiempo en que aún no ha ocupado el lugar de la memoria o se ha asimilado a ésta, podemos llamarla Historia imperfecta (o, si se quiere, imperfectiva, en analogía con lo escrito en un tiempo verbal con aspecto imperfectivo).


Ahora que en nuestros días, en España, esa Historia que se intentó consolidar, fosilizar al cabo de los años, dado su carácter incierto, se quiere rescribir (pues sigue estando abierta, imperfecta), se pretende hacerlo con el material de la memoria histórica, dotando a ésta del rasgo de señal histórica, y, por tanto, como elemento del código de una nueva Historia; esto implica que pueda así rescribirse, y siempre —recordemos— interpretarse, mientras no se fosilice del todo (la memoria en la Historia, como el insecto en el ámbar). Ello no es algo necesariamente negativo en una sociedad madura y libre que sea capaz de absorber las distintas memorias (incluso una memoria está configurada de memorias); pero mucho nos tememos que la nuestra no lo es. Y una prueba evidente de ello es que se niega tanto a los historiadores que reivindican “una” memoria histórica como a aquellos que revisionan “otra”. Una nueva guerra civil incruenta de memorias. Además, la judicialización y administración de la memoria convierte a ésta en hechos de memoria, no en memoria de los hechos; siendo hechos se buscan culpables y víctimas, testigos, condenas y se administra el proceso... ¡Qué pinta, por ejemplo, un juez —casi tres cuartos de siglo después— abriendo una investigación sobre las fosas del franquismo! Lo mismo que pintaría otro enjuiciando las persecuciones estalinianas al POUM o los fusilamientos de Paracuellos.

Estamos ante la memoria de esos hechos, no ante los hechos mismos. La memoria histórica vuelve al pasado y cree estar presente de ese modo en el pasado mismo y, en consecuencia, puede sentir la tentación de manipularlo o rescribirlo, para significarse como Historia. Sin prejuicios ni juicios históricos, pasado el tiempo, la disociación entre hecho y memoria debería permitir a una sociedad la serena rehabilitación tanto de lo primero como de lo segundo. La sociedad civil, apoyada —no dirigida— por las instituciones es la que ha de promover la recuperación de los muertos de las fosas, la necesaria reivindicación de la dignidad de las víctimas, la aclaración de sucesos siniestros... debe contribuir al Memorial de memorias colectivo y civil que ha quedar como hito de la Historia. Necesitamos una sociedad capaz de vincular otra vez la memoria a los hechos para, inversamente, poder devolver a los hechos la rememoración, libre de culpas y rencores, que permita la construcción de una Historia sin gusanos ni termitas que la devoren, una Historia que permita conformarse como un solo signo con un solo sentido: el del horror que no hemos de volver a repetir. No hay que tener miedo a la memoria ni a las revisiones, sino a los hechos. El problema es que, si se instrumentaliza la memoria para rehacer los hechos, podemos perder la memoria de los hechos reales y volver a repetirlos. Sería la historia de nunca acabar.

         El silencio de la memoria y su posterior “recuerdo” (más o menos significativo) no es privativo de España. Alemania es un caso bastante semejante. Tras la Segunda Guerra Mundial los supervivientes alemanes hubieron de aceptar —entonando el mea culpa o no— una Historia que ellos no habían escrito, aunque sí protagonizado: la Historia de los aliados vencedores. Los alemanes asumieron esa Historia (rubricada con los procesos de Nuremberg) mientras enterraban en las ruinas los hechos y, en lo posible, su memoria (y tampoco sólo por temor). Hechos y memoria estaban aún bastante asociados. Y mientras ambos lo estuvieron los sentimientos de culpa y victimización también estuvieron coligados. Los alemanes de la guerra se sentían al mismo tiempo culpables y víctimas. Por eso incluso alemanes que participaron, dentro de la tipificación de Nuremberg, en crímenes de guerra, ni siquiera se habían molestado en ocultar sus identidades. Convivían con sus vecinos bajo un mismo manto de silencio que ocultaba la rememoración. Cuando la disociación se produjo en las generaciones siguientes, entonces la memoria histórica exigió ser memoria de la Historia, y ser algo más que signo: señal que señaliza a los culpables: la generación de los padres. Los procesos de Frankfurt  en los años 60 fueron una muestra de ello. Alemania se juzgó a sí misma culpable. Esa judicialización era necesaria, pues para la víctimas hechos y memoria seguían unidos, y era necesaria una reparación que permitiera al fin separarlos para su superación. El problema alemán —y europeo, pues Europa no se ha cuestionado nunca sus guerras, sí la de los demás— es que, al declararse culpable y renegar del sentimiento alternativo de víctima, también judicializa (¡casi siete décadas después!) cualquier “revisionismo” (para utilizar el término asumido) de la memoria histórica o de la Historia misma. Alemania ha querido acelerar la fosilización de su Historia sin haber significado definitivamente su memoria histórica, debido a lo cual aquella no ha quedado bien cerrada en un tiempo perfectivo. Ejemplo de ello son los procesos contra revisionistas alemanes o la polémica desencadenada a partir de la publicación de El incendio, del nada sospechoso de negacionismo Jörg Friedrich.

Matanza de Lidice (Checoslovaquia), en junio de 1942
Las sociedades traumatizadas no asumen fácilmente desligarse de unos hechos que se han fosilizado pronto y mal desde una sola perspectiva histórica y que han redireccionado —o contaminado si queremos a posteriori— la memoria de los mismos. Basta mencionar las críticas feroces que recibió Hanna Arendt en Israel cuando, como cronista del proceso contra Eichmann, publicó Eichmann en Jerusalén, y evidenció la responsabilidad de los Consejos Judíos en el Holocausto.

         Un intento de trascender la dualidad conflictiva entre Historia imperfecta y memoria histórica puede ser una tercera vía: la literatura. Una literatura que se consagra a la historia de la memoria. La historia de la memoria en sí misma es un ejercicio ficcional y estructural. Con los retazos de la memoria (el cúmulo de vivencias, experiencias, conocimientos de las Historias y de la memoria histórica...) es posible entretejer la historia de la misma, es decir, el relato de la memoria, tanto de la memoria histórica como de la memoria de la Historia, desde la perspectiva del narrador de la memoria (con todas sus posibilidades). En su condición de relato de la memoria es donde la literatura puede suplir el “sentido unidireccional” de la Historia (sea cual sea, perfecta o imperfecta) y el “sinsentido” de la memoria histórica que quiere equipararse a memoria de la Historia para así poder significarse. La literatura pretende en muchas ocasiones su propia descodificación de la realidad mediante una codificación de lo ficcional. Como señala Jacques Rancière  en El reparto de lo sensible. Estética y política: «Lo real debe ser ficcionado para ser pensado». El signo literario, dado su carácter polisémico y connotativo, puede superar los “sentidos unidereccionales”y los “sinsentidos” fragmentarios. El signo literario permite, no reinterpretar ni revisionar, sino interpretar y visionar los hechos sin apechugar con ellos. Tiene esta ventaja: vencer la resistencia de la “eticidad”. La literatura (en mayor medida que el cine, la pintura, la fotografía u otras artes) no implica una ética interna (y, tal vez, ni siquiera externa). Es cierto que la confusión de ética y moral ha provocado procesos famosos. ¿Quién condenaría moralmente hoy a Emma Bovary?, ¿quién a Madame Bovary o al propio Flaubert? Las flores del mal pueden crecer libremente (todavía) en los jardines de Occidente, si bien, en otros lugares más exóticos es más peligroso que la siembra de opio (baste recordar el caso de Los versos satánicos de Salman Rushdie). Que no implique una ética (de autor o de obra) no nos exime de la discusión sobre su posible necesidad; un caso significativo es la polémica en Francia sobre si se debería conmemorar el 50 aniversario de la muerte de Louis Ferdinand Céline el mes de julio de 2011.

Louis-Ferninand Céline
        
         No se trata de narrar la Historia al modo de la novela histórica. Ésta lo que pretende es simular la Historia perfecta: un simulacro híbrido entre lo ficcional y lo histórico. El simulacro suplanta a la Historia cerrada mediante un relato que quiere liberarla, resolverla imperfectivamente. Sobre todo con el recurso de la impresión de veracidad histórica más que de realidad, desea narrar lo que pudo ser porque nos gustaría que así fuese. No se crea la Historia, se recrea en cartón piedra, se reinventa de algún modo para dar la sensación de veracidad; dicho de otro modo, se trata de ponerle hojas verdes de plástico al árbol fosilizado para que parezca el árbol de la vida, de liberar el insecto del ámbar; para dotarlos de nuevos significados y sentidos. No es extraño que el Romanticismo desarrollase la novela histórica: el romántico (a su manera racional) gusta de encontrar sentido al sinsentido, aunque el sentido sea el propio sinsentido de las cosas. La Historia se subjetiviza, y ya sean los individuos o los pueblos, se protagoniza. El romántico aspira a ser el protagonista de la Historia igualmente que lo es en cuanto a la Naturaleza, con la intención de lograr el anhelo de vida y libertad plenas. Para el románrico sólo lo imperfecto es perfecto, por eso crea monstruos con retazos de vida. La novela histórica es el monstruo de Frankestein de la literatura, al mismo tiempo tan vivo y tan muerto. En nuestro tiempo, tan imperfectivo en la mente de las gentes, ahora que el fin de la Historia queda otra vez lejano, este género cobra nueva vida en formas no menos monstruosas (en el sentido de ir contra el orden regular no ya de la naturaleza, sino de la Historia). Creo también que la novela histórica es igualmente un intento de dotar a la Historia de memoria, y, en consecuencia, de identidad (otra pretensión tan romántica y moderna); el problema es que el monstruo no se recuerda a sí mismo, sino a los muertos de que se compone. Por eso la novela histórica raramente rebasa sus límites genéricos. El sueño de la Historia produce monstruos de poco recorrido.

         Tampoco nos referimos a la narración de la intrahistoria al modo realista y noventayochista. Podemos crear personajes intrahistóricos que, en el entramado histórico imperfecto, nos permita seguir el hilo de los hechos de la Historia perfecta, como Galdós en sus Episodios Nacionales. Meterse en la Historia, como un viaje en el tiempo, no es otra cosa que un vivir para contarlo: en cierto modo una memoria de la Historia también reinventada y rescrita. Eso es novelar la historia de la Historia. En cierto modo lo que propone —con distinta intención— García Márquez en Los funerales de Mamá Grande: «Es hora de contar los pormenores de esta conmoción nacional antes de que lleguen los historiadores.» En la intrahistoria se relata el tiempo de vida del insecto atrapado en el ámbar de la Historia. Creemos entender la memoria de la Historia perfecta, pero lo que en realidad se significa es la memoria de la memoria imperfecta de la Historia.
Don Benito Pérez Galdós

         A lo que nos estamos refiriendo al hablar de la literatura como historia de la memoria es al relato que trata no de contar, reinventar o rememorar la Historia perfecta, sino la percepción imperfecta que tenemos de ella en el tiempo de nuestra memoria. La historia de la memoria no es absoluta ni cerrada, porque la memoria nunca lo es; es selectiva, parcial y fragmentaria, sin una identidad claramente definida, imperfecta. Exige una narración múltiple, muchas veces diversa, a veces colectiva, repetitiva, contradictoria, dudosa e incierta. Así es la literatura moderna, y así es la historia de la memoria moderna. Todo ello intensificado cuando la historia de la memoria se conforma como signo y relato de tiempos terribles. Algo así es lo que han pretendido —fallidamente en parte— obras sobre la Guerra Civil o la posguerra como Soldados de Salamina, de Javier Cercas, o, de otro modo más puramente ficcional, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. Es lo que podemos encontrar en diversos textos literarios europeos marcados por la Segunda Guerra Mundial o sus efectos (recordemos, por ejemplo, algunas obras de W. G. Sebald; A paso de cangrejo, de Günter Grass; o desde otros supuestos Vida y destino de Vasilii Grosman). La historia no la percibimos en el envés de su entramado intrahistórico imperfecto, ni en el tapiz histórico perfecto, sino en la impresión —imperfecta como tal— que queda en nuestra memoria del propio tapiz. No novelamos ni lo que desearíamos que fuese nuestra memoria histórica, ni la historia de la Historia; nuestra pretensión es relatar nuestra historia de la memoria de la Historia. Nos hemos olvidado realmente del insecto y del ámbar: relatamos nuestra historia, esa triste historia en que tenemos la impresión de que nuestra memoria nos acabará recordando que somos el insecto que cae en la trampa del ámbar. Olvidamos la Historia perfecta para recordar la historia imperfecta de la memoria que, en busca del pasado, siempre avanza hacia el futuro: para poder recordar o rememorar necesitamos futuro; en la historia está el pasado, en la memoria el futuro.

Sin embargo, no pensemos que la historia de la memoria siempre se ha formulado modernamente. La Ilíada de Homero no es Historia, no es intrahistoria, no es novela histórica, no es memoria de la Historia (pues no trata de recomponer significativamente la Historia a través de la memoria de los hechos), es, si se me permite, también historia de la memoria; pero una historia perfecta de la memoria. El relato homérico intenta historiar la memoria que debe guardar el futuro perfecto de los aqueos, no el pasado; es la historia de la memoria cierta que debe prevalecer. Algunos de los cantares de gesta medievales tienen una función semejante: el Cantar de Mío Cid no trata únicamente de ensalzar las virtudes del héroe Rodrigo Díaz de Vivar, sino de generar un sentimiento de heroicidad en Castilla, y sobre todo —he ahí la carga ideológica perfecta y futura de todo su extenso relato ficcional— prevenir a los castellanos (sin mucho éxito, indudablemente) contra la rancia nobleza leonesa, que traicionaría los modos de vida y organización del antiguo condado en cuanto se consumase la unión, en analogía con la afrenta de Corpes. Y hablando del condado de Castilla, el Poema de Fernán González, ¿acaso no es una historia perfecta de la memoria mesiánica del personaje que se confunde y asimila con la de su pueblo? Son obras encaminadas al futuro, más que al pasado.

Más arriba hemos mencionado la no necesaria eticidad expresa de la literatura. Gracias a ello, sin escandalizarnos, podemos ampliar las perspectivas de las distintas historias de la memoria. El silencio es cómplice del pasado cuando nos impide hablar para el futuro. La historia de la memoria puede significar la literatura del daño, porque no está presa del pasado (aunque pueda estarlo del futuro); así puede encontrar su libre expresión, en un lenguaje no atado al horror, aunque sí entintado por él. El lenguaje ya no está fosilizado tampoco y, por tanto, tampoco el pensamiento. Günter Grass escribe en su obra citada más arriba: «Nunca deberíamos haber silenciado este sufrimiento [el del pueblo alemán durante la Segunda Guerra Mundial] solo por el hecho de que nuestra culpa era omnipresente y nuestros lamentos ocuparon todos esos años, mientras dejábamos que la ultraderecha se apropiara de esa realidad». Cuando Borges, al poco de terminar la Guerra Mundial, y seguramente con motivo del proceso de Nuremberg, se adentró en la mente del nazi —hombre cultísimo y sensible— Otto Dietrich zur Linde (“Deutsches Requiem”, en El Aleph, 1949), realizó en su relato un ejercicio de comprensión desde dentro, que a los lectores les pudiera servir como historia de la memoria del sinsentido nazi: Otto, que va a ser fusilado al amanecer, relata la historia de su memoria —si bien con una intención justificativa— y declara: «No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo.» Este relato sin duda anticipó novelas como la del escritor francés Jonathan Littell, Las benévolas, las memorias de un oficial de las SS. Lo que queda de esas obras no es la Historia ni su memoria, sino la historia de nuestra memoria sobre ella: el relato que puede dar sentido a los sinsentidos sin obcecarse en la unidireccionalidad ni en el revisionismo ni en la moralidad (la ética siempre está implícita). 

Una literatura que quiera comprender sin obligar a la comprensión, una literatura que no supone ni impone una visión del pasado, sino que propone una visión del futuro. Ahí estaríamos tentando la posibilidad de la literatura de previsión, como la de Kafka, pero eso es materia para otra reflexión. Dejemos que Gregorio Samsa sea todavía un insecto fuera de la gota de ámbar.

Pedro Galván Magro, 28 de marzo de 2011

TRABAJO PARA EL CURSO DE FILOSOFÍA Y LITERATURA (28 DE FEBRERO AL 29 DE MARZO DE 2011). Curso impartido por Carlos Thiebaut, Alfredo Kramarz, Alberto Sebastián Lago, Alberto Murcia y Gregorio Saravia (Universidad Carlos III de Madrid)


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