lunes, 6 de septiembre de 2021

UN POCO DE AZUL EN EL PAISAJE, DE PIERRE BERGOUNIOUX. EDITORIAL MINÚSCULA

 

«En la encrucijada de Rouffiat, hay un desgarrón en la luz, la sombra de una desesperación. De la misma manera que no se tenía la posibilidad de proteger a la infancia de la desgracia y del miedo, de los rigores del hielo, del lobo, de la ignorancia, tampoco se podían tomar en consideración las implicaciones personales, esas cosas inmateriales, pero en absoluto irreales, que se llaman sentimientos. La tierra cruel, la precariedad de la vida material, la durísima ley de las transmisiones no permitían que se siguiera el camino al que el gusto, un día, empuja a cada cual. Marie V. era hermosa y buena. Sabía perfectamente, a los veinte años, qué quería. Pero no fue a la derecha, en el cruce, hacia las alturas donde vivía aquel a quien tenía en alta estima. Fue a la izquierda hacia donde la arrastraron, pese a sus gritos y sus lloros, para casarla contra su voluntad. Y cuando dijo no, delante del alcalde, las familias cómplices ahogaron juntas a su voz, aseguraron, muy fuerte, que era sí lo que había dicho.»

Este es un párrafo extraído de Un poco de azul en el paisaje, de Pierre Bergounioux, en el capítulo “Millevaches”, publicado por la Editorial Minúscula, número 49 de la colección Paisajes Narrados.



La Corrèze, en el Lemosín, raíces, tocones y ramas de quienes no abandonaron estas tierras cuyos ríos no conocen el Sena. Bergounioux retorna a su origen desde ese viaje a la otra parte de la vida que siempre es París. No todas las infancias son iguales, cada una tiene su adulto que la recuerda a su manera. Años cincuenta del pasado siglo, tras la guerra ganada, en realidad perdida.

Yo he recorrido ya en este siglo XXI estas tierras de La Corrèze. El tiempo ha suavizado lo salvaje, sin llegar a esa conjunción de pradera verde y bosque breve, de desconfianza y politesse que algunos llaman la dulce Francia. No he podido reconocer en la lectura esos paisajes lemosinos; yo no he vivido allí la infancia, me falta ser su gente, su paisano. Para conocer un lugar no basta visitarlo, hay que haber vivido su pasado, y un poco de presente al menos. Cuando uno va a visitar un lugar siempre encuentra otro. Eso es lo que me ha ocurrido con los paisajes y lugareños de Un poco de azul en el paisaje: pero he revisitado La Corrèze con unos ojos que ahora ya son míos.

martes, 22 de junio de 2021

NOTAS DE LECTURA: EL LAGO DE IMMEN (Y DOS RELATOS MÁS), DE THEODOR STORM

 NOTAS DE LECTURA

STORM, THEODOR. EL LAGO DE IMMEN (Y DOS RELATOS MÁS)

Colección Austral, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948. Traducción de J. Quintana Barlart

Tras las guerras napoleónicas, la pequeña burguesía alemana provinciana y rural vive en la confianza del porvenir, en la templanza de una vida segura y rutinaria, en la nostalgia de lo no vivido aún, en la melancolía de lo que no se pudo ni se puede ya vivir. Como si yo mismo fuera un alemán de esa época, buscando otro libro en mi biblioteca, topo con este de Theodor Storm. 

- El lago de Immen es un relato de melancolía genuinamente alemana. Siempre lo que pudo ser y no fue, aquello que se perdió incluso incomprensiblemente. Esos lirios del agua en medio del lago Immen, a los que casi llega a tocar, pero que la atracción de las profundidades ejerce su fuerza de arrastre para impedirlo.

Historia de amor imposible, cuando, sin embargo, todo era posible. Isabel y Reinhard, que buscaron de niños las fresas silvestres en el bosque, que conservan las flores de brezo ajadas en un álbum, entre canciones que ya no se deben cantar.

Reinhard quiso llegar hasta el blanco lirio del agua, resplandeciente en medio de las aguas sombrías del lago de Immen. Una noche se adentra desnudo en la aguas; nada y nada, alejándose de la orilla, pero los lirios del agua parecen alejarse de él. 

«Resistiéndose a abandonar la empresa, nadaba siempre con más brío en la misma dirección. Por fin llegó tan cerca de la flor, que ya distinguía claramente resplandecer a la luz de la luna sus hojas plateadas; pero al propio tiempo se sentía como prendido en una red, pues los tersos tallos de las plantas que había en el fondo alargábanse y se extendían sobre sus miembros desnudos. Aquellas aguas desconocidas cerrábanse sombríamente en torno suyo. De pronto, le asaltó en aquel extraño elemento un raro temor, y arrancándose con violencia del espesor de las plantas acuáticas, emprendió, rápido y jadeante, el retorno a la ribera. Cuando desde aquí miró nuevamente hacia el centro de las aguas, volvió a ver, como antes, el lirio lejano y solitario en medio de la sombría profundidad...»

Porque tal vez se pierde aquello que, estando al alcance de nuestras manos, nos empeñamos en convertir en irreal, en deseo inalcanzable. ¿Qué sentido tiene esa figura de mujer, blanca como el lirio, que Reinhard ve una noche? Esa figura que recuerda el rayo de luna de nuestro Bécquer. «A medida que iba acercándose al llamado “banco del atardecer” pareció distinguir entre las ramas de un abedul una blanca figura femenina. Estaba inmóvil y, según creyó a medida que se aproximaba, vuelta hacia él. Parecía como si estuviera esperando a alguien. Creyó que era Isabel. Pero al acelerar el paso para alcanzarla y poder regresar juntos a la casa a través del jardín, volvióse ella pausadamente y desapareció por una de las sombrías avenidas laterales.»

Porque todo parece estar predeterminado por la fatalidad, por la tragedia anunciada. La gitanilla que le toma la copa al joven Reinhard y canta una cancioncilla que anticipa la fugacidad de la vida y el amor, la soledad futura de Isabel y del propio muchacho. Muchos años después, cuando la juventud ya ha pasado, y solo quedan la melancolía, la nostalgia, la tristeza por la felicidad que pudo ser, la felicidad perdida… vuelve a aparecer una muchacha mendiga que vuelve a cantar la cancioncilla “luego, muy sola / debo morir…”.

Al final, «el anciano continúa sentado en el sillón, con las manos cruzadas, mirando delante de sí el vacío del aposento. A su alrededor va precisándose poco a poco la sombría oscuridad en un lago ancho y profundo. Las negras y dilatadas aguas se extienden a lo lejos, tan lejos que la mirada del anciano apenas alcanza su límite. En medio de ellas flota, solitario, entre sus anchas hojas, un blanco lirio de agua.»

El blanco lirio del agua, la flor azul de Enrique de Ofterdingen… las flores que brillan mientras nosotros nos ajamos.

- En Viola tricolor se desarrolla la lucha entre la esposa y madre muerta (María) con la nueva esposa y madre viva (Inés). La pugna entre los vivos y los muertos. El retrato de la difunta María preside no sólo el despacho, la casa entera. Y su hija Nesi llama mamá, pero no madre a su nueva madre. Es necesario que Inés roce la muerte tras dar a luz a una nueva niña, para que comprenda que los muertos no mueren nunca del todo mientras vivan sus vivos, y que se puede convivir con ellos. Entonces lo comprende. Como Rodolfo, su marido, que le dice a Inés, estrechándola contra su pecho:

«”Hagamos lo mejor que el momento exige de nosotros. Este es el mejor ejemplo que un hombre puede ofrecerse a sí mismo y a los demás”. “¿Y qué es?” “¡Vivir, Inés! Vivir tan bien y tanto tiempo como nos sea permitido.”»


Theodor Storm House, Husum, Mecklemburgo

- En Mi primo Christian todo es más amable. La lucha de los vivos con los vivos se establece entre la vieja criada Carolina y la futura esposa del primo Christian, Julia. Carolina es celosa de la soledad segura y cotidiana de Christian, y recelosa ante la intrusa. Julia es inocente, sin doblez alguna; Carolina inocente, pero desconfiada. Carolina no tiene el corazón sencillo de la pobre Félicité de Flaubert. A falta del loro Lulú tiene a Christian. Y ella misma tiene algo de ave rapaz cuando se la describe al comienzo, en las palabras que la madre de Christian le dirige a su hijo antes de morir, pidiéndole que mantenga a la sirvienta en casa: “Te diré que con sus ojos redondos en el ancho rostro y con su nariz  curvada sobre la hendidura de la boca, más bien se me figura un viejo búho y tú ya sabes que ese pajarraco ocupa un lugar nada secundario en el reino animal”. El narrador, cuando la sirvienta Carolina pasa las noches en vela, sospechando que la inocente Julia no lo sea tanto, la halla “acurrucada en el extremo del lecho, como si fuera un mochuelo”; su propio “aposento más bien parecía el nido de una lechuza, y las plumas de edredón esparcidas por el suelo simulaban los restos de las aves devoradas.” Carolina, ave rapaz para Julia Hennefeder. Hennefeder, que significa “pluma de gallinas”.

Christian, que no se da cuenta siquiera, en medio de su vida rutinaria, de si debe casarse o no, recuerda a esos otros personajes pequeño-burgueses provincianos como Tiburius Kneight, en El sendero en el bosque , de Adalbert Stifter, que leí no hace mucho. No sé cuándo se escribió este relato de Storm, pero tiene el mismo espíritu de época del relato de Stifter, escrito en 1845. El lago de Immen apareció en 1850. Personajes que no ven más allá de sí mismos y de su vida ordenada conforme a sus costumbres. Tiene que haber alguien, desde fuera, que les desvíe de su inercia para que se den cuenta de que hay vida ahí afuera; así el doctor un tanto extravagante de El sendero… y el tío senador en el caso de Mi primo Christian.

La vieja Carolina, al fin y al cabo fiel sirvienta, será nuevamente domesticada por el niño que nace de la feliz pareja.

Bien pudo el tío senador cantar la vieja canción en medio de la ebriedad de aquella fiesta de compromiso: “¡Del alto Olimpo viene la alegría!”. Porque tal como luego escribió Claudio Rodríguez, en su Don de la ebriedad, “Siempre la claridad viene del cielo”.


Casa de Theodor Storm en Hademarschen. Grabado de Fürst