lunes, 7 de octubre de 2019

FLAUBERT: VISITA AL PABELLÓN DE CROISSET

24 de julio de 2011, domingo

Abandonamos Mont Saint-Michel, dejamos que se lo sigan disputando bretones y normandos. Quedamos para otro viaje la visita al cercano Cabourg (la Balbec de En busca del tiempo perdido). Ahora vamos en busca de Gustave Flaubert, a Croisset. 

Gustave Flaubert, normando
La parada en Brionne, en el Valle del Risle, nos dice que ya no estamos en Bretaña: el pueblo está algo descuidado, sin apenas flores, con cierta suciedad en las calles y hasta la gente parece más brusca. Hay un mercado donde todo se mezcla, la carne con la ropa, las ostras con las verduras... Y entre el gentío nos quedamos sorprendidos: ¡reconocemos el bigote de Flaubert, y aun su fisonomía, en bastantes parroquianos! Resulta que la imagen estereotipada de los normandos es verdadera. Gustave sigue aquí entre sus paisanos.

El paisaje se va haciendo llano, arisco, mesetario, muy castellano a veces.

Croisset llegamos a la hora de comer francesa. Actualmente es un barrio industrial al oeste de Ruán, y lo único que encontramos para matar el hambre es un búrguer. Logramos luego divisar la pequeña torre de una iglesia y hallamos cerca un bar-restaurante que se llama Le Flaubert; «ya descubrimos las primeras huellas que ha dejado nuestro escritor, no andará muy lejos», pensamos. Esto lo confirma el hecho de que también hemos llegado a la Quai Gustave Flaubert. Pero al cabo del rato, eso es todo cuanto nos indica que este lugar estuvo vinculado al autor de Madame Bovary.

Recorremos la avenida paralela al Sena —una carreterilla flanqueada en parte por una fila de arbolillos, bastante raquíticos para ser franceses— donde se supone que estuvo la casa de Gustave y no encontramos nada. Esta avenida se alarga entre la ladera abrupta de un monte de tierra blanca y el río. Sólo vemos alguna casa que pudiera ser al menos decimonónica, una de ellas una mansión bastante impresionante, pero nada que indique que pueda ser la que buscamos. Entre las casas de vez en cuando surge algún feo almacén, como uno que guarda un montón de camiones cisterna. A los pies del monte, se abren en la tierra blanca algunas oscuras cuevas. A la otra orilla del ancho Sena —como buen río francés— se divisan industrias humeantes y más almacenes y naves con fábricas y grúas portuarias. Preguntamos, pero las dos o tres personas con las que conseguimos topar ponen cara de no saber de qué estamos hablando. Andamos y desandamos la avenida y nada. Luego una pareja de ancianos nos manda otra vez en dirección al restaurante; creemos que Flaubert les suena por el nombre del local. Estamos dando vueltas a lo tonto. Parece que el viejo oso normando no es profeta en su tierra. Y eso que, en los últimos años de vida del novelista, cuando los barcos de pasajeros pasaban ante la casa del ermitaño de Croisset se la señalaba como una atracción turística. 

Al fin, un joven nos indica que sí, que hay un bapellón-museo Flaubert siguiendo la acera de nuevo en dirección contraria. Lo habíamos pasado antes y no habíamos visto la placa de chapa oscura que lo identifica, en la pared exterior del pequeño pabellón, bajo los dos ventanales con contraventanas azules que miran al Sena. Y sobre estos, en el centro, bajo el saliente del tejadillo, un alto y pequeño cartel difícil de leer, pero que reproduce palabras de su antiguo dueño sobre la antigua casa:


«J’ai quelque part une maison blanche... J’ai laissé le mur tapissé de roses et le pavillon au bord de l’eau. Un chèvrefeuille pousse sur le balcon de fer. A une heure du matin, en juillet, par le clair de lune. Il y fait bon venir voir pêcher.... Gustave Flaubert»

La cancela de la puerta está abierta y penetramos en un jardín. Hay una casita a la derecha, con tejados salientes a dos aguas de un color rojizo desvaído ya en gris, rotos por dos ventanas abuhardilladas también con tejadillo circunflejo, al igual que el de la puerta de entrada que está bajo ellos. En su pared frontal la casita se asoma al río por un pequeño balconcillo de madera y, bajo éste, por una amplia ventana acristalada de medio punto. Una chica joven de aire tímido es la guía del museo. Pero esta casa, que habíamos creído la maison del escritor, es en realidad el refugio del guarda; la casa de Flaubert fue derruida y no queda nada de ella salvo el pabellón de lectura, que es lo que visitaremos. Se trata de la estancia donde Flaubert leía en voz alta el fruto de su escritura, para comprobar su eufonía y su ritmo. Ahí debió de leer, en 1849, La tentación de San Antonio a sus amigos Maxime Du Camp y Louis Bouilhet, durante varias largas jornadas, y ahí le sugerirían éstos que renunciase a La tentación y apostase, por ejemplo, por novelar el caso Delamare, de donde trascendería Madame Bovary.


El jardín se extiende sobre dos bancales; cada parterre está separado por un seto en demasía abigarrado de hierbas y flores, y ambos se comunican por una escalera central de unos pocos peldaños. El nivel superior frena la caída de la ladera del monte con una fila de árboles ante el muro de fondo; y otros árboles cobijan con su sombra algunos bancos dispersos, como en el nivel inferior cubierto de césped.

El pabellón es pequeño, una sola estancia cuadrada. A través de los dos ventanales frente a la puerta de entrada se observa cómo fluye el Sena y sobre el Sena los barcos, y se ve cómo el paso del tiempo ha hecho mella en la otra orilla, cambiando el paisaje bucólico que siempre imaginamos por almacenes e industrias. Flaubert se bañaba muchas mañanas en el río; hoy no creo que se atreviera. Otros ventanales a la izquierda miran al jardín y a la casita del guarda. Sobre la pared derecha, entre otras cosas, cuelga un cuadro de lo que fue la maison de tejados azules de Croisset (donde a su izquierda se adivina el pabellón superviviente) y, al imaginarlo, uno vierte el pasado sobre el presente como azúcar en el café. A su lado, también desde otro marco, Flaubert en persona parece mirarnos como intrusos con la cierta mala leche que le da su bigote normando. Las paredes libres de vanos, también apoyan alguna librería y estanterías en madera de roble con libros, bustos y estatuillas, y unas vitrinas con objetos de Flaubert o vinculados a él: manuscritos, varios utensilios cotidianos como su pipa, ceniceros, y alguno curioso como una rana o sapo de bronce que no sabría uno discernir si es pisapapeles o tintero. El centro de la habitación está presidida por la mesa de trabajo circular y su sillón, al parecer el mismo en que se sentaba nuestro escritor para hacer sus correcciones después de haber leído sus textos en voz alta dando vueltas por el pequeño habitáculo. En un libro de visitas sobre la mesa, dejo unas palabras escritas con la misma emoción que si supiera que Flaubert las leería en viva voz, corrigiéndolas tal vez.


Luego, cuando ya había abandonado Croisset, caeré en la cuenta de que no había visto el loro, el loro embalsamado de Flaubert. Y lo siento como un pecado por omisión. Rosa, en cambio, más observadora que su marido, sí que se había percatado. ¡Hay que estar al loro!

Vista del Sena desde el pabellón de Flaubert en Croisset

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