martes, 22 de octubre de 2019

EN BUSCA DE "EL GRAN MAULNES", EN BUSCA DE ALAIN-FOURNIER

Quien no haya leído El gran Maulnes de Alain-Fournier no puede hacerse una idea de cómo la realidad imita al arte. Habíamos partido de Bourges con un cielo totalmente despejado, un día azul y soleado. Pero según nos íbamos adentrando en la región boscosa cercana a La Chapelle d’Angillon, veíamos a lo lejos, al fondo de la carretera larga y recta, sobre la lejanía frondosa, una gran nube blanca y misteriosa. Al adentrarnos en ella, se convirtió en una niebla mágica e invernal, tal como si hubiéramos penetrado en otro reino y en otro tiempo. Poco a poco la niebla se fue tornando menos densa hasta deshacerse. De ambas orillas de la carretera partían de vez en cuando caminos blancos que luego a su vez se multiplicaban perpendicularmente en las entrañas del bosque interminable. Así es, y así se describe en la novela. ¿Cómo encontrar en ese inmenso bosque laberíntico el dominio fantástico en cuya mansión se celebra esa fiesta, mezcla de sueño y realidad, donde sin duda uno se enamoraría de Yvonne de Galais?



La casa natal de Alain-Fournier se encuentra a las afueras de La Chapelle d’Angillon, en una breve hilera de viviendas paralela a la carretera. No se puede visitar, aún es propiedad privada de la familia del escritor, que sigue habitándola. Es una casa típica francesa con una primera planta cubierta por un pronunciado tejado de pizarra negra. Seis ventanas amplias se abren en la fachada ocre del primer piso, y en la planta baja se cuentan dos puertas centrales y dos ventanas laterales. Un gran portalón abierto a la izquierda da a un generoso patio interior.

El pueblo es pequeño. Pero cuenta al menos con un restaurante abierto, Le Chêne Vert, donde tomamos algo en amena conversación con el dueño, pues somos los únicos parroquianos.


Visitamos luego a las afueras el castillo de Béthune, un respetable château con varios torreones cubiertos con chapiteles de pizarra. Dos grandes mastines, echados sobre el césped a la sombra de un gigantesco abeto, vigilan sin demasiado entusiasmo el patio exterior. 



 El encargado de las visitas es un hombre pelirrojo, con alguna discapacidad en un ojo; nos proporciona las entradas (con una cierta rebaja) y nos conduce pacientemente por las distintas dependencias visitables. Sólo nosotros dos formamos el grupo de visitantes. 

El sitio intenta ser un museo privado que, al mismo tiempo que homenajea a Alain-Fournier y a su amigo Jacques Rivière (quien acabaría siendo su cuñado), muestra el mobiliario y las pretensiones de una antigua y noble familia con château























Las habitaciones están abigarradas de objetos curiosos y de época, de cuadros y cerámicas, de fotografías del joven Henri Alban Fournier —verdadero nombre de Alain—, de Jacques y de otros escritores y artistas de la época. Por algunos de los salones nos deslizamos sobre unas enormes pantuflas con las cuales evitamos rayar el suelo de madera pulida al mismo tiempo que le sacamos brillo. 




Por algunas ventanas de cristal hialino de las habitaciones más nobles, se ve el lago y más allá el bosque que bordea una de los laterales de la mansión. 



En una sala, nuestro guía hace sentarse a Rosa al piano: toca sus teclas y suena una vieja canción; el instrumento dispone de cartones programados con piezas musicales diversas, tales como esos tradicionales organillos de palanca que hemos visto en las fiestas castizas de Madrid.


Antes de despedirnos de nuestro amable guía, éste nos dice que esperemos, que nos quiere ofrecer una pequeña sorpresa: un par de pósteres, cuyo detalle agradecemos de verdad. 



En el patio interior del château, bajo la amplia arcada de una de las alas del edificio, unas cuantas personas trabajan con distintos objetos, seguramente en un proceso de restauración. Nuestro guía nos conduce hacia ellas y la más distinguida, un hombre más o menos de nuestra edad, se acerca a saludarnos y nos agradece la visita y la contribución al mantenimiento y propósito museístico del lugar. Nosotros también le mostramos nuestro reconocimiento por permitirnos visitar su castillo y por honrar a quienes contribuyen a la gloria literaria europea.

Alain-Fournier murió a finales de septiembre de 1914 en acción de guerra, en Les Éparges, muy cerca de Verdún. Contaba 27 años. Un año antes había publicado El gran Maulnes. En 1991 se descubrió su cuerpo enterrado en una fosa común junto a soldados alemanes.
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